jueves, 9 de octubre de 2008

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Miércoles era una rata disléxica. Por eso siempre confundía las palabras como si viviera permanentemente bajo los efectos del garrafón (o matarratas).

Y así, sin querer, alteraba el significado del lenguaje: usaba cocos para referirse a los mocos, llamaba putera a la frutera y hasta le decía mema a su mamá.

Pero lo peor de todo es que también cambiaba las letras de sitio dentro una misma frase. Y aquello sí que resultaba un galimatías, liga más tía, agita limas o magia si tal…

Como no podían ser otros, los no muy audaces tiparracos del FanzineX, le pidieron que colaborara con un texto para su largamente esperado número dos.

Lejos de amilanarse, mear sin ala, alienar más o hacerse cacotas ante tan elevado honor, aceptó el reto.

Entonces escribió la consigna: Ratas de Barcelona. Y con gran meticulosidad cambió todas las letras de sitio.

Y salieron otras consignas. Y más consignas de esas consignas. Y Miércoles perdió un poco la cabeza. Y los ilustres fanzineros también la perdieron reinterpretando las reinterpretaciones a su antojo, haciendo dibujitos, textitos y cosas por el estilo…

Y así fue como la dislexia se hizo blog.

Con sólo 16 letras mutantes.

Pam.


Ratas de Barcelona.
O lo que es lo mismo:





Ratas de Barcelona.




Piel de rata diseñada y producida por el incisivo Piter Garre.

Encestadora balar.

La oveja se quedó sin su pareja el día que ésta, sucumbiendo a los encantos del dinero fácil, aceptó el puesto de oveja bala en el Cirque du Corral. Desde entonces, juega todas las noches en el aprisco municipal un uno contra cero. Huelga decir que siempre acaba perdiendo, pues no hace otra cosa que encestar a la luna, esperando que de alguno de sus cráteres surja su pareja, extraviada por las caprichosas leyes de la balística.

Escrito fugazmente por Alberto "El Cometa" Ramos, el ínclito roedor cuentista.

Bar de la Ratonesca.


Ratunantemente ilustrado por el gran Urikane.

Abrelatas no cerda.



Realizado por la ratita presumida Rebe.

Déle rata con rabas.



Una genial paranoia almizclera de Luis Jordá.

Desatrancar oblea.



Diseñado por cerebro roído del inigualable Edu Simonneau.


Abrecartas del ano.

-69-

Al parecer, la correspondencia entre Truman Capote y Tenessee Williams fue de lo más prolífica y de lo menos profiláctica. El círculo más cercano al dramaturgo sureño asegura que las misivas de Capote metieron a su colega en líos en varias ocasiones. Por lo visto, en una de ellas, con motivo del estreno de la “Rosa tatuada”, pieza que Williams dedicaba a su pareja Frank Merlo, Capote elaboró una completa y detallada carta en la que reproducía fragmentos de la obra con ligeras modificaciones que le daban al texto un alto contenido sexual, casi pornográfico. Como en esa escena, núcleo argumental de la obra, en la que el agente de la policía Joseph Strauss, dispara y mata al camionero Somersby tras acusarlo de contrabando y tráfico de productos ilegales. Capote, seguramente tras la ingestión de varias botellas de Möet, bebida a la que se aficionó en sus vacaciones parisinas de 1952 gracias a su buen amigo y mal amante Jaques Gustó, reprodujo el diálogo de tal manera que el motivo de la agresión se debía a la negativa de Somersby a realizar una felación al “miembro del cuerpo”, bromeaba Capote.

Williams, arrastrado por un imaginario sexual como pocos autores desarrollaron, entró en el juego y correspondió con su particular visión de los encuentros, subidos de tono, entre el escritor y Richard Eugene y Perry Edward Smith, los asesinos de la familia Clutter en la novela de Capote “A sangre fría” y también en la vida real.

El ejercicio literario, a medio camino entre una inocente morbosidad y una patología ególatra, dio lugar a una especie de esquizofrenia en la que los escritores implicados duplicaron su producción literaria bajo mantos de clandestinidad, sexo, drogas, maltratos y obscenidades que recorrieron los Estados Unidos de América en sobres sin remitente.

Esto fue así hasta que dejó de serlo. En una de esas semanas en que los ansiolíticos y el miedo a la locura dejaban a Williams fuera de juego, Frank Merlo, que entró en la vida del dramaturgo haciéndole de secretario, se encargó del correo de la casa. En el momento en que Merlo leía alterado pasajes de “Un tranvía llamado deseo” versión Capote alcoholizado, Williams le sorprendió y se enzarzaron en una horrible discusión abrecartas en mano. El servicio de la casa siempre fue muy discreto respecto a los acontecimientos de ese 15 de julio de 1969 pero algún ex trabajador descontento y sin dinero, años más tarde relataba para periódicos sensacionalistas graves lesiones genitales con un abrecartas como arma de crimen.

(En homenaje y como muestra de agradecimiento al admirado Enrique Vila-Matas.)


Paradójicamente la rata más elegante es un virtuoso Hamelin llamado Ayala.


Bastardear al once.



Enviada por las ratas gemelas de Córcega.

Desatracar el nabo.

Marinero de la huerta o capitán hortaliza, sus amigos podían elegir cómo llamarle.

Estaba reconocido como el mayor empresario naviero de la agricultura española.
A pesar de su juventud, tenía el mejor buque del sector y aseguraba emplearlo para sembrar en fructíferos campos de hortalizas. Era un tipo raro.

Sólo sus últimas conquistas amorosas conocían el porque de su afamada imagen de marinero excéntrico. Y es que cada noche después de ligar, magrearse y practicar sexo, no se le ocurría otra cosa que advertir a sus conquistas de la consecuente maniobra naval. “Cariño ten cuidado; voy a desatracar el nabo


Un hámster-relato escrito en 100 palabras por Rober Rabanal e ilustrado por Albert Coloma.

Alta res bronceada.



Collage elocuentemente rateado por Javi Gullón.

El cante abrasador.

Rata mi padre. Rata mi madre. Ratas mis amigos, ratas mis enemigos, ratas mis hermanos y hermanas, ratas todos. Rata los panaderos, ratas los banqueros, ratas los taxistas y ratas todos los policías. Ratas las exparejas y ratas también las parejas. Ratas los profesores, ratas los alumnos, ratas los conserjes y ratas los tutores. Ratas los pijos, ratas los modernos, ratas los punkis y ratas los débiles de espíritu. Ratas los tolerantes, ratas los intolerantes, ratas los fuertes de voluntad. Ratas los heteros, ratas los gays, ratas los bisexuales y ratas sobre todo los zoofílicos. Ratas los catalanes, ratas los extremeños, ratas los españoles y ratas todos los gabachos. Ratas las estatuas vivientes, ratas los directores financieros, ratas los clientes y ratas los proveedores. Ratas los religiosos, ratas los agnósticos, ratas los ateos e incluso ratas los escépticos. Ratas los fotógrafos, ratas los médicos, ratas los seguratas y ratas, los mensajeros. Ratas los ochenteros, ratas los heavys, ratas los rockeros y ratas, ratísimas, los bakalaeros. Ratas los solteros, ratas los divorciados y ratas, claro, los casados. Ratas los infieles, ratas los susceptibles, ratas los ambiguos y ratas los obcecados.

Ratas, ratitas, ratas, qué finas.


A todas os condenaría, a todas os salvaría.



Escrito por ese genuino ratero de bigote y sombrero llamado Rubens.

Descentrar a la boa.



Dibujao con musho arte por Ana Cobaya y Gustavo Cobayo.

Calentadora besar.

Sexo alcantarillero propuesto por esa inquieta rata llamada Marc Forcada.

Colad rata en bares.

Fotos tomadas en un conocido restaurante de la Calle Enric Granados, Barcelona.




Fotografiado por los Guinardó Brothers sin salir de su madriguera.

Descalabrar etano.


La hábil mente de Xevi nunca caerá en una ratonera.

Rata en Descalabro.

Esta es la historia de dos viejas glorias del jazz, que se hacían llamar "Los Ratas" y cuyos nombres artísticos eran Duke y Elmond, aunque en realidad se llamaban David y Enrique respectivamente, quienes realizaron su último concierto en Descalabro, un pequeño y extraño pueblo de Murcia.

Ambos músicos no sabían porqué su manager les había insistido en ir ya que pagaban mal y casi les llegaba lo justo para costearse el viaje y el alojamiento. Duke era el pianista, tenía 63 años y una blanca mata de pelo que llevaba cortado a cepillo. Elmond, por el contrario, lucía una brillante calva que tapaba con un sombrero que compró en Chicago hace muchos años y llevaba consigo siempre que salían de gira. Tocaba el saxofón y en ocasiones cantaba las pocas piezas de bebop que interpretaban.

El cómo llegó a mi esta historia y porqué me decido ahora a contarla, poco importa para el desarrollo de la misma; tan sólo decir que todo lo que vais a leer es tan cierto como cada uno quiera llegar a creer.

Los dos músicos llegaron al pueblo poco antes de la hora de comer, en un coche de alquiler que Duke había conseguido tras pelearse durante más de media hora con una simpática dependienta, contratando sólo 24 horas el vehículo. Al ser sábado, debían de alquilarlo por todo el fin de semana, cosa que Duke no estaba dispuesto a pagar.
Elmond en estas ocasiones se solía mantener al margen. No le gustaba cuando Duke se empecinaba en sacar las cosas de contexto e imponer sus ideas como ley. Normalmente se alejaba con paso cansino al bar más cercano y le esperaba tomando un vino y leyendo la prensa.

Al llegar, una de las cosas que más llamaron la atención a estas dos ratas musicales fue el penetrante silencio del pueblo y la falta de vida que en él se percibía. Ni un sólo ruido. Ni un alma. Recorrieron lentamente las calles del pueblo sin conseguir ver a nadie, viejo o joven, hombre o mujer. Ni siquiera un perro por la calle o el sonido lejano de una radio.

NADA.

Hasta aquí he de comentar que si bien parece la típica historia de un pueblo fantasma y una pareja de turistas, he de suplicar que no saquen conclusiones precipitadas y que continúen leyendo.
Esta historia se desarrolla lenta, como un buen asado.

Nuestros ancianos intérpretes se encontraban en un pueblo desconocido, sin nadie a quién pedir ayuda o indicación, con la incertidumbre de saberse perdido y no tener modo alguno de subsanar la situación si no es yéndose por donde vinieron.

Ningún bar estaba abierto, carteles roídos por el paso del tiempo sobre las verjas de establecimientos que parecían no haberse abierto en décadas, puertas cerradas a cal y canto y plazas con árboles sin hojas ni fruto.
Ante semejante situación ambos se resistían a bajar del coche y llamar a alguna puerta, indecisos y preocupados por el negro panorama en el que se encontraban.

Duke paró el coche y se giró a Elmond indicándole que lo mejor era que fuera a esa casa cercana y llamar a la puerta a ver si había alguien en el interior. Elmond con tranquilidad se ajustó el sombrero y sin cambiar el gesto de la cara, invitó a Duke a que se metiera la idea por el culo, cosa que él mismo gustosamente ayudaría a hacer si a su compañero le resultaba complicado dada la avanzada edad de éste.
Duke, lejos de ofenderse, guardó un largo silencio antes de sacar con lentitud las llaves del coche y, eligiendo la más conveniente, la incrustó en el ojo de su pareja musical hasta que no se veía poco más que el llavero.
Elmond no gritó. Quizás se le escapó un pequeño gemido, seguramente causado por lo inesperado del acto, pero se mantuvo inmutable. Con delicadeza sacó un CD de la guantera con los éxitos de Charlie Parker, sujetó la cabeza de Duke y con la maestría de un carnicero experto, cercenó la oreja de éste en un corte limpio.
Luego bajó la ventanilla y arrojó la oreja al camino en el que habían estacionado.

En ese momento de las casas cercanas salieron dos familias de lugareños, vestidos con arapos, ensangrentados y se arrojaron sobre la oreja, peleando por conseguir tan sabroso trofeo.

Duke y Elmond estaban petrificados. No podían creer lo que estaba pasando. Aterrorizados ante el espectáculo que estaban observando sabían que sólo había una manera de salir y acabar con semejante panorama.

Duke sacó la armónica y Elmond el saxofón. Subieron al capó del coche y comenzaron a interpretar "Alabama" un tema que John Coltrane compuso en 1963 con gran éxito de crítica y público. Nada más comenzar las primeras notas, los habitantes del pueblo comenzaron a realizar una de las más complejas coreografías vistas hasta el momento, con grandes dosis de danza clásica y quizás con cierta influencia tribal. De cada ventana de las casas colindantes se asomaban señoras mayores, madres, padres de familia, niños e incluso mascotas, cada uno con una docena de globos multicolores y un gran saco de confeti que arrojaban desde los ventanucos. Aquellos que sólo tenían un brazo aplaudían golpeando con la palma en la nuca. El párroco del pueblo, subido en su bicicleta, pedaleaba entre las columnas de una plaza cercana mientras tres zagales iban detrás suya dejando tras de si pequeños trozos de su propio cuerpo. El pueblo era un magnífico collage multicolor donde reinaba el jazz y el olor a azufre.

Quizás no fuera la mejor actuación de Los Ratas, pero si la última, ya que en el momento en el que Elmond tocaba el sólo final de la canción, Duke se desplomó desangrado sobre el coche y su amigo, su compañero de gira, su confidente y verdugo, no pudo soportar semejante visión, arrojándose sobre la multitud a la vez que aliñaba su huesudo cuerpo.

Unos dicen que "Los Ratas" no llegaron a morir y que permanecen el Descalabro. Otros prefieren guardar silencio, mirar fijamente y anotar cosas en sus pequeñas libretas, parapetados tras sus escritorios y creyéndose tener el juicio correcto. Yo simplemente relato esta historia que una vez mi abuelo me contó poco antes de mutar a cagrejo.


Y ya.

Salido de la cabeza de un ocurrente lémur musical llamado Laspi.